20191212

Tarde de merienda





De tu casa a la mía
No hay más que un paso.
Pásalo tú si quieres,
Que yo no lo paso.



Vidal y yo vivíamos en la zona de la puerta Cervera y solo los domingos y algunos días de fiesta, cruzábamos la Castelar, (única medula espinal alcazareña).

            Vidal con su pantalón de pana corto y la camisa de franela a cuadros rojos y negros bajo la pelliza, paseaba los ratos de aquellas tardes de finales de Febrero, entre sorbitones de su resfriado y las canas de casi mozo. De vez en cuando para matar el tiempo, cachete a los más pequeños y palmada a las chicas.


            Los hombres llegaban cada día mas tarde de podar las cepas, aprovechando la largura vespertina y a riesgo de tener que desterronar, por las próximas lluvias, los más aventurados estaban ya dando las primeras labores de arado a las viñas. Pero aun era pronto para ajustar peonadas de ayuda para el campo.


            Los chicos grandes como hacia menos frío y las jornadas eran mas largas, se iban en busca de las cigüeñas a los olivares del cerro y a jugar a pídola al sitio nuevo de la ermita de San Isidro, que tenia barrotes y telas metálicas en los huecos por donde se podía mirar, ese aspecto de prisión  la hacia muy interesante. Yo algunas veces me iba tras de ellos y si guardaba cierta distancia me dejaban acompañarles; los chicos entonces nos escapábamos del pueblo por la calle del Recreo como si su trazado recto y ancho se tratara de un corredor que nos sacaba al campo.


            Uno de los mayores peligros de esos campos de mi infancia eran los numerosos pozos, todos peligrosísimos y a los que nunca nos acercábamos, especialmente después de haberlos cegado de piedras y palos hasta el brocal, en comunal batalla. Otras veces la señal de conquista del pozo era coronarlo con un gato muerto para aviso de otras pandillas de chicos que visitaran nuestro territorio.



            En las casillas de las laderas, como si se tratase de ruinas de grandes fortalezas,  tenían lugar complejas y largas ceremonias de hermandad y amistad. En sus cimientos se enterraban las ratas y los lagartos capturados en los alrededores de la Plaza de Toros y la Balsa el Andaluz. Los lagartos también se cazaban por las Abuzaeras, en cualquier caso se utilizaban para ello arcos fabricados con ramas flexibles y gramantilla  que disparaban flechas preparadas con las varillas de los paraguas viejos. De ahí que los paraguas fueran un preciado tesoro que los chicos no queríamos dar nunca a los lañadores que paseaban voceando sus servicios por Alcázar.


            En estas casillas abandonadas se establecieron los palacios imperiales de aquellas pandillas, allí cuidaban sus tesoros y disfrutaban las ideas aprendidas en los tebeos de Hazañas Bélicas, El Jabato, El Capitán Trueno,  o Roberto Alcázar y Pedrin.
Vidal y yo enterrábamos en una caja de hojalata que en su tiempo tuvo carne de membrillo, unas hojas sueltas de Las Mil y una Noche que encantaban nuestras cabezas de serpientes por las medinas y los zocos repletos de perfumes y dulces dátiles frescos.


            Los mayores nos decían que tuviésemos mucho cuidado con el cerro, que por allí pasaba el Camino de Murcia  a poco menos de media legua del pueblo y que al acabarse allí el pueblo se entraba en los Campos de Criptana. Seguramente hoy no sorprende esta situación ni a niños ni a mayores; pero en aquellos días  con nuestros héroes de tebeo en los bolsillos y los misterios de la sierra cercana, nuestra pregunta era constante: ¿Qué podía ser eso de que se acababa Alcázar y que detrás del cerro estaban los Campos de Criptana?.


           
            Algunas tardes que no nos atrevíamos a recorrer la calle del Recreo, nos sentábamos en la acera, mirando hacia el final del pueblo y consolábamos nuestros deseos en ver pasar los trenes. Los mismos que trayéndonos tantas cosas nos escondían siempre y nos transportaban a tierras de aventuras de indios y de romanos.


*      *      *


            No se si fue un día de Santa Agueda, la que las fiestas arrebaña, o de Santa Apolonia, cualquier tarde primeros de Febrero, hacia poco que habíamos recogido gavillas en el campo para las hogueras, y en las casas aun quedaban en las orzas tortas en sartén, algo zapateras pero muy ricas.



            Los chicos mayores a primera hora de la tarde hacia las dos, se juntaban al sol en la serenidad de la plaza de la casa de Cervantes, fumaban unos pitos que habían comprado sueltos en el estanco del ciego  y apostaban emblemas y escudos a ver quien salía antes del verano en el Boletín Municipal por mearse en la calle.


            Vidal y yo le habíamos quitado a su hermano mayor la navaja; en el talego de cuadros azules y blancos de mi padre, habíamos echado chorizos, queso y las dos orillas de un pan blanco. Nosotros se lo queríamos contar a los mayores, pero entre sus valentías por conseguir multas y no sabíamos que,  de los leotardos de la Rosario;  en vez de escucharnos nos dieron un par de sopapos.


            Un poco enfadados sobretodo porque no iban a conocer nuestra aventura, cruzamos la placeta camino del Torreón del Cid, para buscar la calle Recreo e iniciar nuestra aventura. Al cruzar por delante de la serrería se nos ocurrió coger un palo a cada uno, y Vidal me dijo: Nos vamos chaval,  nos vamos a los Campos de Criptana.
            Nos vamos solos.
            Yo que estaba deseando, tire el talego hacia arriba en señal de alegría y volví a recogerlo de un salto en el aire.


           
Nuestro mayor temor eran los pozos. Quizás ahora me he dado cuenta de que en la niñez se fantasea con todo, se mezclan la fábula y la realidad y los niños viven en un mundo artificial; real para ellos. Donde lo más importante es que cada niño crea su mundo para su satisfacción, dando rienda suelta a la imaginación y acomodando la vida a su gusto.
            Por eso los mayores no queremos dejar de ser niños aun siendo muy mayores.


            De esta manera sin entretenernos nos lanzamos a la conquista para Alcázar de los Campos de Criptana, y por el camino nos amedrentaba la idea de campos llenos de pozos, y si estos se llamarían de Grita Ana por un antiguo e inconfesable suceso.
            El camino estaba llano, seco y bien delimitado, como todo lo manchego. No había posibilidad de extraviarse. Nada mas salir cruzamos la vía que era ya la separación total de Alcázar, aun reconozco el sabor amargo del aire y el temblor de piernas en el momento de cruzar la vía, entonces el pánico casi nos paraliza ante la posibilidad de que viniera el tren.


            Hoy a los adultos de este pueblo nos paraliza  la posibilidad de que deje de venir el tren.

            Aquella tarde dejamos el cerro de la ermita a la derecha y caminando volvimos a encontrar la vía del tren. Nuestro pánico fue inmenso,  ¿Estaban encantados los Campos  de Criptana, o nos perseguía el destino fatal del ferrocarril.? Vidal se clavo de rodillas en el terraplén de la vía, antes de llegar a las traviesas,  yo me quede extasiado en el cielo, un poco abrumado por la nueva presencia de la vía que creíamos haber dejado atrás, y sobretodo por el canguis de Vidal. ¿Nos habríamos equivocado? ¿Estaríamos perdidos?.



            En aquellos segundos de eternidad me di cuenta de que el cielo estaba surcado por los hilos del tendido eléctrico  que llevaban la luz de Alcázar a Criptana y como si de un golpe de magia manchega  se tratara, se lo conté a Vidal que salió de su pasmo, poniéndonos de nuevo en marcha.


           
            Estábamos ya un poco cansados y nos habíamos comido, encima de una piedra grande y redonda todo el talego, bueno habíamos dejado para luego unos trozos de pan. Lo peor era que no se nos había ocurrido que tendríamos sed y no teníamos nada que beber,  quizás lo propio de la hambruna de postguerra que aun nos llegaba a todos; en esta preocupación andábamos cuando volvimos a cruzar la vía,  pero ahora no nos sorprendió aun quedándonos a la izquierda.


            Nuestra aventura de conquistar los Campos de Criptana estaba saliendo bastante bien,  cruzamos un arroyo que así reconocimos por el lecho, que mas parecía un vertedero de animales que cualquier otra cosa,  pero en el jugamos un rato y enterramos  unos papeles con nuestros nombres para que sirvieran de testigos a nuestro paso del arroyo. Vidal que aun seguía molesto con los chicos mayores por no querer hacernos caso, decía que era muy importante enterrar los papeles porque cuando los mozos oyeran nuestra historia no se la creerían y podríamos volver allí con ellos y servirnos los papeles enterrados de prueba de nuestra aventura.


            A mi me pareció que la idea era buena pero que los papeles se pudrirían en el suelo con solo caer unas gotas,  mi abuela me había enseñado  a sembrar periquitos y lo hacíamos poniendo en un agujero del suelo un papel con varias simientes y después lo rellenábamos de tierra y los regábamos mucho. Cuando era mas pequeño y en el colegio me enseñaron lo de las flores y los colores que se mezclan, creía que mis periquitos podrían traer en sus flores letras y dibujos de los periódicos en los que envolvíamos sus semillas.


            Vidal se iba animando conforme nos precipitábamos en la aventura,  al lado del camino divisamos un pozo.  Vidal se paro  y me miro fijamente, estaba pálido,  recuerdo que pensé, o se muere de sed o se ha cagado en los calzones,  me tenia un poco aterrorizado.



            Menos mal que consiguió pronunciar palabra. Seria aquel el pozo donde gritaba Ana cuando se ahogaba,  nuestra conversación sobre el origen del nombre de aquellas tierras y los gritos de una niña Ana ahogándose al caerse a un pozo, habían dominado la situación de Vidal. Desde entonces voy a todos los sitios preocupándome de los líquidos para beber.



            Corrimos un poco desesperados y unos minutos de carrera nos acercaron a un grupo de chicos que jugaban a la lima, estaban en unas eras y las casas estaban muy cercanas. Habíamos llegado.


            Saque del bolsillo el reloj que le habíamos quitado al hermano mayor de Vidal, marcaba algo más de las cuatro de la tarde, era Criptana, habíamos llegado y se nos olvido todo lo ocurrido en nuestro viaje.


            Los chicos de Criptana nos parecían un poco cabezones, nunca supe, si en verdad lo eran o nos lo parecía porque  nos lo habían dicho los mozos de la placeta. Junto a ellos comimos el poco pan que nos quedaba y por fin pudimos beber agua de un botijo que ellos tenían, aunque Vidal siempre me dijo que aquel agua estaba muy salada. Los chicos de Criptana recogieron sus limas y nos echaron carreras hasta las calles principales del pueblo, por allí nos paseamos echando un correcalles a la pídola en el que jugábamos todos y nos presentaron a los chicos que encontrábamos por las calles y la plaza. ¿Después tuve la sensación de que éramos una especie de trofeo? Pero a nosotros nos pareció toda una aventura. La emoción era enorme e inaudita, Criptana que historia.



            Debía ser cerca de las ocho de la tarde, ya hacia un buen rato que se había cerrado la noche y nosotros seguíamos jugando por las esquinas del pósito, cuando alguien nos cogió por las orejas, nosotros no sabíamos quien era y nos hizo cruzar toda la plaza hasta detrás de la Iglesia.


            Mariano. El que tenía una tienda donde cambiaban las novelas  los chicos mayores, una tienda por Mediodía,  nos había reconocido como chicos pequeños de La Puerta Cervera. Sin mediar palabra con nosotros, se acerco a una mujer y después nos metió a empujones en su Gordini amarillo;  Vidal y yo no cruzamos tampoco palabra y él, pasada ya la Cañamona, nos dijo solo una frase: Si no llego a veros en Criptana, ¿Qué?.
            Yo entonces pensé eso. ¿Qué?.


            En unos minutos llegamos a la Plaza del Ayuntamiento, tuve miedo de que nos llevara a los municipales aunque me hacia ilusión salir en el Boletín Municipal sin haberle hecho mal a nadie. Aparco su coche, se bajo y nos hizo bajar. Mariano nos miro y nos remiro mucho de arriba abajo, por si estábamos sucios o rotos o vete a saber que, después se entro en la taberna de La Flamenca  de donde salían cantes amargos. Nos había dejado en la misma puerta de El Pasaje.


            De nuevo estábamos en nuestro territorio, cruzamos veloces El Pasaje para coger la calle del Mediodía y volver a nuestras casas.


            Al día siguiente Vidal me contó que le habían dado una buena somanta, yo no le quise decir lo mismo, lo que no quiere decir que fuese de otra manera, pero, ahora con la distancia del tiempo no me importa confesarlo. Cuando terminamos nuestra conversación los chicos de la Puerta Cervera nos rodearon por todas partes y hacían varias preguntas a la vez a cada uno. Vidal y yo nos pusimos muy orgullosos de nuestra hazaña y tuvimos que contarla casi cien veces en el colegio, en la calle,  en los cumpleaños de los primos de Vidal y luego alguna vez ya de mozos en Campo de Criptana.


De aquella noche de últimos de Febrero lo que más recuerdo es que metido en la cama y bien tapado de mantas y colchas, yo decía. Palos a gusto no duelen.


                                                                        

No hay comentarios:

Publicar un comentario