20200610




LAS BARRAS DE MADRID

Desde mi Kiosco.  X.  Una visión alcazareña en la mitad del siglo XX









Aquella tarde de tormenta veraniega había sido decisiva, anunciaba la finalización del verano escolar y no hacía tanto calor. Después de hablarlo con los primos cercanos, los vecinos y los chicos del colegio, era definitivo: saldríamos del pueblo en una aventura como si se tratara de subir al Machu Pichu. En mi libro de aquel verano “Horizonte Juvenil”, leí muchas veces el reportaje y me ensimismaba mirando sus piedras. La idea era llegar a los molinos de las “fontanillas” y remojarnos en los “pilancones”, todos conocíamos el camino por haber ido a merendar las tardes de San Marcos.
Quedamos después de comer en las cuatro esquinas del registro, el Cristo, Lubián…. de todos los que saldríamos, solo fuimos dos. Los demás se echaron la siesta. Pero no nos importó y comenzamos andar. En un saquillo de cuadros teníamos las provisiones, pan, chocolate, una botella de gaseosa de la Prosperidad con agua, una navaja y una caja de cerillas. Cruzamos las calles por las aceras de la sombra hasta llegar a la de Arjona, continuamos hasta el Arenal, y comenzamos el ascenso al cerro por los negros adoquines de la carretera. Algún camión pasó delante y nosotros pasamos por los olores a hierro, pan, vino, gasolina de aquella calle interminable. Alcanzado el primer repecho comenzamos a atisbar el humo de la estación del tren y ya en el llano, la vista de las barras flanqueadas de bodegas nos animó a apretar el paso.
Entrábamos en un nuevo pueblo, lleno de industrias y trabajadores que cruzaban las bocacalles de un sitio a otro, las bodegas y los talleres se acompañaban del ir y venir de los vehículos que acababan de cruzar el paso a nivel con barrera de la carretera de Miguel Estaban, después de entrar el tren de Madrid.
Las barras estaban señaladas con unos hitos con rayas rojas. Tres, dos y uno con sus respectivas rayas, después de los vehículos nos cruzamos con un rebaño de ovejas que marcaron el último olor de la Rondilla, dejando el suelo a su paso lleno de excrementos, pequeñas bolas negras que soltaban andando dejando el rastro de su viaje diario al aprisco y al campo. Hoy apenas se las ve por los cerros.
Al llegar al último aviso de la barrera nos sentamos en unas piedras, donde otras veces vimos sentado al hombre de los periódicos, que siempre nos saludaba con “Buenas tardes”. Descansamos, y animados cruzamos las vías con cuidado de pisar correctamente sobre las maderas y los raíles, evitando en lo posible los contracarriles, perfectamente limpios para que entraran por ellos las pestañas de las ruedas; aunque las barras estaban verticales, pasamos por el arco casi pegado a la pared, seguramente para no llamar la atención del personal de la cabina enclavamiento. La llamaban tercer piloto.
La estación alcazareña tenía hasta cinco de estos puestos: la auténtica ingeniería del tráfico. Bien antiguos ya, cumplían su función desde finales del siglo XIX. El mecanismo que las hacía funcionar se basaba en fuerzas por palancas para cambiar las agujas. Un teléfono interno establecía el mecanismo mediante un “modelo” que había que reproducir y cambiar continuamente a instrucciones para que todo funcionara, ayudándose de guardagujas y otro personal. Esta decían que era la más antigua, y luego descubrí que existía desde de 1893.
La mayoría de estos pasos tenían una guardesa que los cuidaba, limpiaba, engrasaba y subía o bajaba las barreras según conviniera. En aquellos años había cerca de 1500 mujeres encargadas de estas tareas por toda la red. Estas vivían en las casillas junto a los pasos a nivel con sus familias en unas condiciones terribles, la mayoría de las veces sin luz ni agua. En Alcázar no era usual, muchos de los estacionistas acababan dedicados a estas tareas en los pasos de la población. También la cercanía de las cabinas y los guardagujas ayudaban a administrar las barreras, que aireaban con el tintineo de su timbre al subir y al bajar. Otras veces los visitadores con su martillo colgado a la cintura movían la palanca para bajar la barrera.
En mitad del paso la sensación de atrevimiento me envolvía paralizándome las piernas, y el pantalón corto de verano se comportaba como uno largo de invierno. Dentro del paso las primeras vías en cruzarse eran fáciles, correspondiendo a los pasos de trenes a las bodegas y a MACOSA que tienen vías directas desde sus instalaciones a la red ferroviaria. Para sacar el vino y entrar o sacar vehículos ferroviarios a ser reparados o recién construidos. Menudo mundo donde se mezclaba la técnica más moderna y el pastoreo inmemorial. Después se cruzaban las vías de Madrid, un descanso, y las vías de la estación a los depósitos y playas ferroviarias, estas más tranquilas. Al cruzar la segunda barrera los ruidos de nuevos talleres nos llamaron la atención.
El paso a nivel de Miguel Estaban o de Madrid era también el paso al economato y a la sanidad ferroviaria de mucha gente de aquellos barrios, incluso de los viajeros que cruzaban por allí a los andenes y desde estos, al edificio de taquillas. Pero yo había vivido otras historias. Mi abuela me había llevado varias veces a la estación, para señalarme el sitio en que se situó mi tatarabuela con su hija en brazos, para ver entrar el tren en el que llegaba la reina a la estación alcazareña el 24 de mayo de 1858. Ahora me encontraba allí solo y con una sensación tan extraña como agradable. Me sentía muy mayor. Aquel día hubo cohetes y campanas y aquella tarde abstraído en la historia
familiar, me recogió el estruendo de los camiones, del almacén, de lo que había nacido como alcoholera de los franceses. En su torre hubo un nido de ametralladoras, treinta años antes, para defender las vías y la estación de un pueblo republicano. Ahora vivía en un estruendo de ruidos de cargas y descargas. La industria francesa no llegó nunca a funcionar suponiendo solo una amenaza para la industria vitivinícola local.
En aquel bullicio estábamos en una barriada prácticamente desconocida, con quince o veinte vehículos nuevamente parados y en fila, a la espera de que se abrieran las barras para cruzar. Calles, casas, vecinos, huertas, labradores, ferroviarios, bodegas, chamarileros, chatarreros y “lañaores” convivían en las calles junto al trasiego de los vecinos que todas las tardes cruzaban a por leche a la vaquería de los Fuentes. En aquellos años las vaquerías eran muy comunes en el pueblo; en mi casa nos surtíamos de la vaca del vecino. También se recogía la leche por la tarde, la recuerdo ver ordeñar. Aun con el calor de la vaca, se cocía hasta hervir, arrojando una nata espesa que se apartaba y merendábamos en un platillo de porcelana con el borde azul. Endulzada con azúcar, la comíamos a sopas, como el pisto.
Antes de llegar a las últimas bodegas se incorporaba, a paso lento, a la fila de espera, un burro. Sobre él subía una mujer rubia de pelo corto y pantalón ajustado. Lo recuerdo por lo extraño de su atuendo en aquellos años. Al llegar a su altura, nos llamó con agrado. Chicos, -dijo- ¿vais al molino? No, no señora -dijimos a dúo-, vamos a merendar a los “pilancones”.
Que era prácticamente lo mismo.
Nos pidió con un gesto que nos acercáramos a ella. Y preguntándonos cómo nos llamábamos, nos dijo: No le digáis a nadie que me habéis visto y yo os buscare para invitaros al teatro en la Feria. Nos despedimos con cierto pudor porque estábamos muy impresionados. Luego descubrí que era la actriz Josita Hernán que todos los años hacía teatro en Alcázar con su compañía parisina y representaba obras de Benavente, Unamuno, Alberti o Lorca entre otros. Incluso algún año se recitaron poemas de Hernández. Después la vi en el cine Cenjor como actriz en “El libro del Buen Amor” una película con Patxi Andión hacia 1975. Luego tuve la suerte de saludarla en los últimos años ochenta y conocí su pintura y su poesía. Le referí la anécdota y con total sorpresa para mí, la recordaba exactamente; ella sabía que aquello sucedió en mayo de 1968 y aquella noche volaba a París. Entonces se disculpó diciéndome que aquel año no pudo volver a España para hacer su habitual campaña veraniega de teatro.
Cruzamos las eras de San Marcos, donde merendábamos en las fiestas camperas y sin entretenernos llegamos a las faldas del cerro para buscar los Pilancones. Hacía calor y aunque no era tarde, la caminata nos tenía hambrientos y cansados. Allí estaban los agujeros con signos de haber tenido agua hasta hacía poco. Nuestra botella de gaseosa de la Prosperidad ya no tenía una sola lágrima de agua y nos atrevimos a pedir que nos la rellenaran a los hombres que había en la huerta cercana. Uno nos dijo que sacáramos agua del pozo, señalándolo, y mientras lo hacíamos nos explicó a voces; que aquel era el pozo de la Fuente, pero que era suyo y no de los alcazareños que lo abandonaron después de haber abastecido de agua muchos años los vecinos. Desde allí se canalizaba el agua hasta una fuente que estaba en el ensanchuron que había frente al Cine Alcázar y otra en la plaza. Tanto mi amigo como yo, del que no he querido dar el nombre y al que perdí la pista unos años después, disfrutamos mucho el agua que bebimos directamente del pozo.
Ahora me encuentro con algunos que me hacen memoria de las aventuras de la niñez y aunque a duras penas consigo recordar las anécdotas, no soy capaz de reconocerlos a ellos, esto me produce mucha tristeza y procuro ser lo más amable que se. Ni mi amigo, ni yo, estábamos para pensar en aquella perorata. Nos comimos el pan y el chocolate y después de recoger piedras y arcillas rojas y verdes nos fuimos bajando hacia el pueblo, que desde ese suave alto, tenía una vista de pueblo en el desierto con el sol encima y vibrando de calor.
A la vuelta nos subimos en unas bicis de los trabajadores de una industria que estaba por allí y salían de trabajar, bajando camino de las barras. Las barras fueron sustituidas por un puente elevado en 1979, que duró muy poco y ahora definitivamente un subterráneo las cruza bajo las vías, uniendo en lo geográfico ambos barrios.


Texto: José Fernando Sánchez Ruiz
Foto: Archivo Municipal

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