20200527





EL CENTRO SECUNDARIO DE HIGIENE RURAL

Desde mi Kiosco. III
Una visión alcazareña en la mitad del siglo XX





EL CENTRO SECUNDARIO DE HIGIENE RURAL

No hemos tenido los alcazareños la curiosidad de registrar los fenómenos climatológicos con precisión y mucho menos los sanitarios, pero en la memoria hemos guardado algunos retazos de otros tiempos.
En la década de los años sesenta del siglo XX, el mes de febrero era un mes frío, muy frío, en el que comíamos rosquillas de San Blas con la seguridad de que su ingesta cuidaría de nuestra garganta todo el año. Esto daba mucho ánimo local, animando a las salidas al campo en las tardes de merienda, de Santa Águeda y Santa Apolonia. Poco después se llenaban de pacientes las salas del Centro Secundario de Higiene Rural. Situado en la calle de Mediodía, por si alguien tiene duda, era un edificio que ocupaba el solar donde ahora se encuentra el edificio de los juzgados. Creemos que se abrió en la década de los cuarenta por iniciativa municipal con la aportación del edifico y materiales. El personal estaba a cargo del Estado.
En los primeros momentos de la sanidad española se debe mucho al ciudadrealeño José Castillejo desde la J.A.E. de la Institución Libre de Enseñanza y a la americana fundación Rockefeller.
No obstante, el modelo de Centros Secundarios de Higiene Rural nació en 1932 de la mano de Marcelino Pascua Martínez (1897-1977), primer Director general de la Sanidad republicana y antiguo alumno becario de la fundación Rockefeller. Era un modelo intermedio entre los primarios, en los pueblos pequeños, situados en pueblos muy pequeños y el terciario en las capitales de provincia. Fue un proyecto seguido por el nuevo estado en los años cuarenta incorporando nuevos pueblos.
El de Alcázar, que recibía pacientes de toda la comarca, cumplía la doble función de prevención, muy al tanto de la detección de ciertas enfermedades, como la temida peste blanca (tuberculosis). En la función de asistencia contaba en su primera etapa con consultas de tisiología (tuberculosis), puericultura y venéreo; sus pacientes tenían a su servicio la sala de oftalmología, garganta y odontología, además de laboratorio, lo que da una idea de la situación sanitaria de aquellos años, que ya venía arrastrándose durante toda la primera mitad del siglo.
Su primer director fue el doctor Rafael Huertas y el más recordado Manuel Hornos, al cargo de la consulta de tisiología muy visitada en los primeros años. Después estuvo al frente del centro entre mediados de los años cincuenta y los primeros setenta, momento en que se traslada al nuevo hospital comarcal (el hospitalillo), desapareciendo poco después el antiguo Centro Secundario.
En su segunda etapa se observaba otro tipo de asistencia, con la incorporación de las consultas del Instituto Nacional de Previsión, prestó servicios de medicina general, radiología, pulmón y corazón, digestivo, odontología, pediatría, oftalmología, ginecología, otorrinolaringología, oftalmología, traumatología, cirugía y servicio de laboratorio.
Junto al extenso cuerpo médico que atendió el centro en sus distintas fases, destacaron las enfermeras, especialmente en la primera época, Alejandrina, y en la segunda, Florentina, que como jefa de enfermería gobernaba el centro.
En la mayoría de las casas nos referíamos a aquel sitio como “los médicos”, y efectivamente era el lugar donde se pasaban las consultas médicas de la Seguridad Social. Además de estas, la mayoría de los profesionales tenían consultas privadas en sus casas donde se podía acudir, o bien a una consulta puntual con motivo de algún cuadro de enfermedad aguzada, o bien a consulta muy ordinaria. Siempre por el sistema de “igualas”.
Nuestra vecina Bienve, tenía varias igualas de médicos y practicantes, pero lo normal era que todas las familias tuvieran todos los meses el recibo “de los muertos” y los cuponcillos de las igualas del médico y del practicante. A veces había un cobrador de igualas que, en suplemento salarial, ganaba unas pesetas. Otras veces era el mismo practicante el que llamaba a la puerta para cobrar el cuponcillo. Llevaban una carterilla de cuero de tamaño de cuartilla y dentro los cartoncillos, uno por familia igualada con los doce cupones del año. Un mes se pagaba medio, otro uno entero y a alguna vez dos. La idea era tratar de estar al día. El cobrador o el profesional, con una puntualidad asombrosa, llegaba a las casas mensualmente, y las madres o las abuelas preparaban su cuota. El día 3 uno, el 6 otro y el 9 otro, cada uno llegaba en su día y a su hora. Pagado el cartón se pinchaba todos los meses en un alambre que solía estar colgado en la alacena o cualquier espacio cercano a la cocina, siempre a punto de ser consultado por la madre o la abuela como gobernantas de la casa.
El caso es que a mediados de febrero el Centro Secundario de Higiene Rural se llenaba de pacientes y acompañantes. Todos, los enfermos como tales y los acompañantes, armados de paciencia, esperaban horas y horas; a veces había que marcharse a comer y volver a la tarde para seguir esperando con paciencia el turno correspondiente.
A primera hora de la mañana se concentraban los enfermos en la puerta mientras que las vecinas de la calle barrían y regaban la puerta de sus casas. Tengo la fijación de alguna encintando el zócalo de la fachada. Los hombres buscaban el sol en el calor de “La Jarrilla” y otras tabernas de la Puerta Cervera. Se oían las máquinas de la carpintería y algunas mujeres se persignaban y se detenían ante la virgencilla de azulejo que estaba casi enfrente del Centro. Aun hoy se conserva este “exvoto” en la fachada de un edifico modernizado.
Pasadas los 8, el señor Martín, el conserje, que vivía en una vivienda del patio interior del centro, venía con algún vecino y saludando a los concentrados abría la puerta. El frío de la calle no era comparable con el del interior con las paredes forradas de azulejos blancos, la pintura desconchada y los bancos de tablas de madera, que recogían a algunos pacientes en las salas de espera. Los chicos de aquellos últimos años sesenta, nos asomábamos al patio para ver a Urtain el perro boxeador, de mayor tamaño que nosotros, que se maneaba como dando derechazos y ladraba para saludar. Entonces comenzaba un concierto dirigido por el ladrido del animal, donde las toses, carraspeos,
arranques y todo tipo de sonidos de los pacientes hacían de instrumentos de aquella improvisada orquesta matinal de música de vanguardia contemporánea.
La segunda planta, a la que se accedía por una escalera que salía a la misma puerta para recibir a los enfermos, apenas se visitaba. Solo en alguna ocasión de enfermedad rara. Pero los chicos, mientras hacíamos la espera, nos escapábamos para encaramarnos allí a los bancos, abrir las ventanas e importunar al perro, que se cambiaba de sitio tumbándose al sol. No había nada nuevo para él, todos los días se repetía lo mismo. Los muy atrevidos se estiraban para coger algún melocotoncillo o alguna pera de los árboles frutales que adornaban el patio, pero si lo alcanzaban sus madres no le dejaban que se lo comiera, por miedo a que acumulara los “bichos” que decían los médicos que traían los resfriados, catarros y las gripes. Podían estar manchados de peste blanca.
Cuando había que portarse bien, lo más prudente era mirar y remirar los carteles de la sala de espera, desde los bancos, sin moverse. Había dos que resultaban espeluznantes y llevaban la imaginación infantil a situaciones terribles mezcladas con los horrores que se comentaban en los corros de las casas. Estos, nietos de la guerra, tenían visiones médico-bélicas, seguramente acuciadas por las fiebres que les llevaban al lugar.
Uno de los carteles hacía referencia a la tuberculosis y sus terribles consecuencias; el otro, aparentemente dulce, era sobre los beneficios de la lactancia y llevaba las imaginaciones a la indeseable situación de la pérdida de la madre, el remanso de toda preocupación y dolor infantil. No tenían en aquellos momentos sentido alguno “Roberto Alcázar” ni “El Jabato”, que se caían en las terribles garras de aquella publicidad, de cuyos efectos entonces apenas se sabía nada. En ese sopor del miedo y la angustia, la enfermera pronunciaba la mayoría de las veces el nombre del padre como titular de la Seguridad Social y nuestra madre te levantaba y te entraba en la consulta sin que pudieras salir del ensimismamiento.
Lo mejor de ir a “los médicos” venía al final y no era que te dieran el palo con el que te miraba la garganta, ni un trago de jarabe dulce, ni la mirada afable de la enfermera, diciéndole a tu madre: “pero que guapo que está el nene, y que bien se cría”. No. Lo mejor era ya fuera del centro, cuando a tu madre le entraba el acelero de la hora y la falta de previsión de la comida. Entonces decía, “¡que tarde se nos ha hecho hay que comprar algo de carne para comer!” Pasábamos al despacho de la carne de caballo. Para mi era una suerte poder comer chicha del relincho. En fin cosas de aquellos años. Luego en el mismo itinerario se abrió “el congelado” y ya no era lo mismo, el riesgo era grande



Texto: José Fernando Sánchez Ruiz
Foto: Enrique Samper



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