Cuando la mirada se me escapa por un puro movimiento simpático y se centra en esta máscara, siempre me recorre un escalofrió todas las terminaciones nerviosas. Es lo propio, diría un organicista y un biólogo. Pero yo que me entiendo de otra manera con el mundo, tengo que explicar algunos aspectos de este asunto. La mascarita forma parte de la colección desde los primeros momentos, quizás sea la tercera que por su antigüedad se anota en el inventario, desde el año 1982 forma parte de nosotros. Durante estos años su posición ha cumplido varias etapas, abrió la serie de piezas africanas y luego perdió protagonismo al incorporar algunas de ese continente verdaderamente interesantes y al comprender que esta primera incorporación africanista era menos original de lo que al principio me parecía.
Pero hoy he querido traerla a esta conversación abierta, por dos razones muy especiales, la primera es precisamente esa de que “era menos original de lo que al principio me parecía” la segunda razón se trata de que al contemplarla, creo que en estos últimos treinta años que convive conmigo “el mundo se ha vuelto del revés”.
Cuando entró a mi casa, hizo un hueco en la pared para acercarnos el mundo africano, muy desconocido. Entonces se convirtió en cierta obsesión hasta pisar su tierra, conocer la forma de vida de sus gentes, probar sus comidas, observar sus miserias y sus formas de entender la vida. Desde entonces sigo con interés las relaciones europeo-africanas y he visto que aquellos fenómenos y dificultades, se repiten a veces con creces en otros territorios más lejanos, y quizás por eso menos deseables a la moda europea. De hecho “hoy estar en África, es un poco como estar en casa” hasta hace unas décadas muchos territorios eran aun colonias, de estas hemos pasado al colonialismo económico y ahora estamos camino del colonialismo del exotismo cultual y el turístico.
Nuestra máscara ha vivido mucho. Se hizo con la madera de un árbol en el que ataron al último esclavo, un árbol que con la leña de sus ramas alimento el fuego de las noches de celebración y ceremonias de purificación de las tierras. Un árbol que con sus hojas alimento a los ganados que marcaron su rango social. Un árbol donde los viejos lloraron la impotencia de sus vidas llenas de cientos de años y llagas europeas, un árbol que bajo la sombra de sus ramas contemplo muchos estupros. Un árbol que ha estado en pie más de doscientos años viendo las miserias y las alegrías de los habitantes de aquel paraje. Ahora en su pared, ensueña lo vivido en sus largos decenios y escucha por la televisión diariamente la llegada de oleadas de hombres protegidos bajo sus ramas a las primeras costas europeas de la esperanza española. Se entera de la intervención de la Cruz Roja, de la Guardia Civil, de las barquichuelas hundidas, de los desastres y las desgracias de sus conocidos.
Por la ventana hace unos días que vio pasar al biznieto de uno de sus mejores cuidadores, lo reconoció inmediatamente, por un collar que su bisabuelo hizo a su bisabuela y porque es clavadito a ella. Era una familia feliz. La sombra de su árbol protegió la niñez de este hombre en sus primeros días, después fue cuando la tallaron de un trozo de la madera de aquel árbol. En todos estos años no había comprendido muy bien lo que estaba ocurriendo, pero ahora lo veía claro. Se lo mostró aquel niño hecho hombre, con un fajo de dvd bajo el brazo. Tenía mal aspecto, como de tener la piel arrugada, tosía y se le veía enfermo y sucio. Como es madera no se mueve pero a veces, supura resina por sus ojos entreabiertos y las incrustaciones de los pómulos y el entrecejo se enrojecen hasta parecer estigmas.
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