La primera vez que me encontré con esta aportación de la naturaleza al mundo de la artesanía, me sorprendí enormemente, estaba en una cantina de un pequeño pueblo portugués, en las cercanías de las tierras gallegas. Realmente no supe identificar aquel espíritu atrapado en la corteza del árbol de “un bosque encantado”.
Pero note algo extraño en aquel sitio.
No consigo recordar en que ocasión fue, ni quien me acompañaba, porque estoy seguro de que no estaba solo allí. Era una terrible “taberna fantástica” en una tarde solitaria y fría de noviembre, recuerdo con precisión que estaba en mitad de una carretera, de esas que a la vez es la calle principal de un pueblo, tampoco es que tuviera mucho trafico y se que llegamos a ella andando desde algún lugar cercano.
La puerta de acceso estaba en alto, con dos poyos que se subían de una buena zancada, la puerta era doble de madera y cristales. Se abría una sola hoja y sus tres cristales grandes sobre el zócalo, nos entraban en ella. Se que resultara poco creíble decir que era un sitio sin luz eléctrica, pero yo no la recuerdo.
Solo recuerdo la barra de madera, oscura con una especie de tejadillo, saliendo un reflejo de luz de carburo o candil de su parte trasera. El local era pequeño de unos quince metros cuadrados y tenía diseminadas cuatro o cinco meses bajas hechas con troncos de árboles en cortes paralelos al suelo, a modo de rodajas del tronco, de unos veinte centímetros de grosor. Recuerdo que bebí vino, una botella de un vino tinto de cuerpo que me despertaba el deseo de fumar y encendía los cigarrillos, con una vela que sobre la mesa nos iluminaba.
El soporte de la vela era un trozo informe de madera con un agujero donde se colocaba la vela y estaba rebosante de chorreras de cera que se escurría por el cabo. Mi acompañante, no consigo recordar ni siquiera su número, y yo mismo hablamos, bebimos, comimos y fúmanos. Conforme se alargaba la velada me resultaba sugerente aquel trozo de madera en la mesa y en su observación y manejo, descubrí que debajo de los pegotes de cera, aparecían sendos agujeros. Un calambrazo neuronal me recorrió toda la medula espinal y sin pretensión apague la vela y se cayó al suelo, dejando al descubierto un tercer agujero en la madera.
Alguien, no se quien y supongo que el dueño de la cantina, se acerco y volvió encender la vela echando un poco de cera liquida en uno de sus agujeros, que habían quedado desocupados. Yo, ya lo había entendido. El trozo informe de madera, era la representación de una cara atormentada que se había producido en la corteza de un árbol, como aquellos árboles míticos que se alimentaban de las almas de las personas perdidas en los bosques célticos. Era una situación fantástica para mí.
Dormí en aquel lugar estoy seguro, tan seguro como me ocurre en la negación de mi compañía de esa noche. He pensado muchas veces en ello y no consigo identificar a nadir.
Pase una noche singular sin poder dormir ni levantarme de la cama, en un estado de somnolencia. Con la primera luz del día volví a la cantina y estaba abierta. Tres o cuatro paisanos en la barra bebían una botella de orujo. La mesa de la noche anterior tenía todavía los restos de la velada. El camarero que me reconoció, se dirigió a mí, preguntándome si había perdido algo la noche anterior.
Entonces me arme de valor y tome el trozo de madera, quitándole la vela que deje encima de la mesa y mirando a los paisanos del orujo; solo se me ocurrió decir:
Es que no quiero que mi alma se quede encerrada en esta madera, que puede quemarse con la cera de una vela cualquier día. Me la quiero llevar de aquí.
El cantinero, me miro y sirvió una copa de orujo, después dijo, dirigiéndose a mi; esta copa es para tú y son siete escudos.
Pague, tome la copa de un trago y con la madera en la mano abrí la puerta bajando aquellos grandes escalones. Creo que es la primera vez que lo cuento.
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