20111119

máscaras IX


Juan Pérez, no era un hombre bajo, sobrepasaba escasamente los 170 cm de altura,  tampoco era un hombre alto. Nadie destacaba ninguna de sus señas personales, aunque todos coincidían en que tenía andares elegantes; los más elegantes de cuantos conocían.
Juan andaba erguido presentando el tórax, con la cabeza alta y la mirada al frente, braceando con soltura pero sin mucho movimiento y con zancadas regulares de algo más de medio metro. Lo conocían entre ellos como “el cerritoso” por su indomable mechón de pelo en la frente. Una cerrita que caía sobre su cara aparentando cierto feísmo.
Era de conversación, corta, leve y superficial; contestaba a todo lo que se le preguntaba, pero nunca se interesaba porque nadie le informara de cualquier cosa. Esta practica de la conversación le daba la ventaja de poder apartarse de los grupos y ensoñarse en sus idas y venidas por los deseos de la vida.
Un día que Juan había pasado toda la jornada en sus asuntos, a la caída la tarde, salio por la calles aceradas buscando escaparates en los que evadirse, era su costumbre en vez de acercarse al casino o a la cocinilla de los Fernández. Unas veces se paraba en la perfumería para ver los destellos de los carteles de la publicidad, que le transportaban a un Paris imaginario, donde olía a mujeres de cine y a Maderas de Oriente. Otras veces la visita principal era la ferretería de Marcelo, donde se entusiasmaba con el brillo de las hojas de las navajas y las herramientas del campo con los astiles nuevos, casi blancos.
El cerritoso, se paraba en dos o tres escaparates hasta que se apagaba la luz y volvía a su casa por los mismos pasos, pero aquella noche a mitad de camino se volvió una vez a ver el escaparate a la luz de su mechero, entonces volvió a  su casa, cogió la linterna de petaca y comprobando la pila y la bombilla que aprovecho para apretar, volvió de nuevo a la calle acerada para ver el escaparate del bazar de Julia.

Nunca había visto una cosa así y estaba dispuesto a que fuese suya para poder contemplarla cuando quisiera. Había cumplido los 32 años y nunca había visto una cosa igual en la vida. Aquella careta de madera se parecía solo un poco a las que se veían de cartón por las tardes frías del invierno, entre la chiquillería local. El guardaba una pintada de payaso con coloretes y un gorrillo puntiagudo. Pero aquella era un sueño. Lo que mas le gustaba a Juan de la careta eran cuatro cosas que pensaba y repasaba al ritmo de la luz como si fueran los cuatro puntos cardinales.
La primera; que la careta era suya y la podría usar cuando quisiera sin tener que darle explicaciones a nadie. La segunda, que al ser de madera duraría mucho tiempo y no se desharía como las de cartón, además no tendría que pintarla. La tercera, era fantástica, la careta tenia una permanente mueca de sonrisa que le permitía tener siempre sin forzar su natural rictus de seriedad.
Pero estos detalles nada tenían de comparación con los que le atrajo desde el primer momento; el pelo de la careta estaba perfectamente colocado, hacia los lados sin tapar los ojos, ni la frente, sin molestar a la cara. Era lo mejor de todo y dejarían de llamarle “cerritoso”. Juan dio un golpe con la linterna a la luna del escaparate e introdujo con fuerza el brazo para alcanzar la careta. La luna se desplomo seccionando la arteria braquial derecha mientras Juan cogía la careta. Se la puso y se encamino a la cocinilla de los Fernández dispuesto a beberse unos vasos de vino.
Al llegar a la puerta se desplomo, con la puerta abierta y desangrado. Sus vecinos vendieron sus cosas a una almoneda y Julia incorporo la careta al lote.  

Las mañanas de los domingos la madrileña calle de Santa Ana, es un punto de encuentro de los comedores de churros que se mezclan con vendedores del Rastro. Allí mientras pretendía comprar unas porras, oí parte de esta historia. Después busque por las callejuelas empinadas a su relator y tenia una lona en el suelo de la acera con cerca de un centenar de cachivaches, entre ellos está máscara. Pregunte su precio y me la vendió por cinco euros. Cuando me retiraba por la Plaza de Cascorro, mi cuerpo lleno de electricidad estática soltó todos sus aires con delectación.

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